Una isla chilena deshabitada es el espacio reducido en el que han de convivir durante 72 horas los miembros de una familia. Un matrimonio con su hijo e hija adolescentes y los padres de ella. Seis personas y un celador.
La pareja quiere hacer un hotel en la isla, la cual no tiene ni agua corriente, ni luz, ni wifi. Algo que a los padres de ella supone un problema serio. La hija aprovecha la convivencia para pedir dinero a su madre, instarla a que venda unos terrenos, y con esa plata poder llevara cabo, junto a su marido, su proyecto, su sueño. Pronto vemos que cada cual lleva adentro sus fantasmas y demonios. Así menudea el deseo, que lleva a la infidelidad (sin llegar a consumarse), al incesto entre los hermanos, al abuso sexual. La convivencia no puede ser pacífica, al ser planteada como una lucha de clases. Los padres ven en el marido de su hija un pendejo, un pelafustán, alguien que no tiene nada que ver con su círculo, con gente de su “clase”. Postura cínica la suya, al ver cómo el matrimonio ejerce una moral tan distraída que cae en lo aberrante.
Críticos con los demás son capaces de ejercer sobre sí mismos una postura crítica, que en última instancia debería llevarlos a su extinción física. En una reseña de Carlos F. Heredero leía sobre el deleznable nihilismo misántropo en el que incurrían directores como Haneke, Östlund, Seidl Reygadas, Escalante, Michel Franco.
Pienso al ver Algunas bestias, película que me ha parecido notable, en la disección de la podredumbre moral de los personajes, si Riquelme Serrano, director también de Caimán, no forma también parte de este mismo grupo.