Título original: Die große stille
Dirección y guión: Philip Gröning.
País: Alemania.
Año: 2005.
Duración: 164 min.
Género: Documental.
Producción: Philip Gröning, Michael Weber, Andreas Pfäffli y Elda Guidinetti.
Música: Philip Gröning y Michael Busch.
Fotografía: Philip Gröning.
Montaje: Philip Gröning.
A Philip Gröning, lo podemos llamar también Juan Palomo, ya que este señor además de dirigir y ser autor del guión, ha hecho también la música, el montaje, produce y se encarga de la fotografía. Vamos que lo ha hecho todo él solito. En los títulos de crédito finales, digo esto por si alguno no ha resistido los 164 minutos, se nos dice que Philip solicitó rodar en el monasterio Grande Chartreuse en 1984. Le dijeron que era pronto. 16 años después allá por el año 2000 le dieron luz verde. Allí fue Philip puso la cámara y pergeñó esta obra ascética.
El monasterio Grande Chartreuse de la orden de los Cartujos está situado en los Alpes, y nieva abundantemente, así que a la pretendida soledad, la naturaleza les echa una mano dado que su emplazamiento facilita el aislamiento del mundanal ruido, al tiempo que facilita el encuentro con el altísimo porque el monasterio está sito a gran altura.
Ya de entrada la película tiene un aliciente innegable y es que por vez primera alguien tiene el privilegio de meter una cámara en un monasterio de los cartujos y acercarnos a los que estamos fuera en qué consiste su vida, consagrada a la oración y la contemplación. También hacen suyo eso de “ora et labora”, dado que además de rezar, las cosas no se hacen solas y cada uno tiene una ocupación. Así los diferentes hermanos realizan tareas tales como rasurar las cabezas, preparar la comida, repartir las raciones, cortar leña, sembrar y recolectar el huerto, pasar el coleto y quitar el polvo, traer agua, etc.
Se puede hablar mucho sobre si la vida en estado puro, que no salvaje, si el ascetismo, es el camino hacia el señor, si no sería mejor dedicar su tiempo en lugar de a contemplar a actuar en beneficio del prójimo, de si el mundo real cambia en algo con las oraciones de las miles de personas que están en clausura voluntariamente, pero eso es otro tema diferente a lo que la película nos ofrece.
Vi la película en un ciclo de documentales en el Teatro de Reinosa y había más gente que en otras películas más comerciales. El precio era un regalo, dos euros. Unos cuantos se levantaron antes de la finalización. Yo resistí hasta el final. En algo se podía haber recortado la película, porque a veces parece que la cámara asume también una función contemplativa y así podemos contemplar durante diez minutos como un cartujo pone pegamento en una bota o como los hermanos se solazan y esparcen tirándose por una pendiente, gozando como niños, sin estar sometido al martirio del reloj, tan solo a las campanas que dividen sus jornadas.
Su título El gran silencio le va que ni pintado, dado que a excepción de los cánticos y los rezos, y las palabras vertidas en la admisión en la orden de dos nuevos miembros o las postreras de un hermano ciego, explicando su escaso miedo ante la muerte, lo que hay es silencio, mucho silencio, roto por el pasar de las páginas de los códices, por el peso del pie sobre la madera, sobre la cuchilla en el cráneo.
Una película documental sorprendente, que nos deja ver no por la mirilla, sino en patio de butacas la vida de estos hombres contemplativos entregados a Dios. La vida moderna y su consecuente stress hace que algunos monasterios alquilen sus austeras habitaciones a gente que busque allí el sosiego, la paz interior, la ausencia de ruidos, de lloros, de llamadas perdidas y claxon, que permita dirigir la mirada hacia el interior hacia el núcleo existencial. Nunca mejor dicho el visionado de esta película es una experiencia religiosa, de ahí que fuera un éxito de taquilla con miles de curas, monjas y personal eclesiástico haciendo colas para verla en el cine.