Dirección: Richard Linklater.
Países: USA y Reino Unido.
Año: 2006.
Duración: 114 min.
Género: Drama.
Interpretación: Greg Kinnear (Don Henderson), Patricia Arquette (Cindy), Bobby Cannavale (Mike), Paul Dano (Brian), Luis Guzmán (Benny), Ethan Hawke (Pete), Ashley Johnson (Amber), Kris Kristofferson (Rudy), Avril Lavigne (Alice), Esai Morales (Tony), Catalina Sandino Moreno (Sylvia), Lou Taylor Pucci (Paco), Ana Claudia Talancón (Coco), Wilder Valderrama (Raúl).
Guión: Eric Schlosser y Richard Linklater; basado en el libro de Eric Schlosser.
Producción: Jeremy Thomas y Malcolm McLaren.
Música: Friends of Dean Martinez.
Fotografía: Lee Daniel.
Montaje: Sandra Adair.
Diseño de producción: Bruce Curtis.
Vestuario: Kari Perkins y Lee Hunsaker
Hay películas en las que su objeto es denunciar una situación. Si en El Dilema eran las tabaqueras, y en Super Size me el efecto que tendría en nuestro organismo alimentarnos exclusivamente dentro de un McDonald´s , aquí se cuestionan los métodos en la fabricación de una compañía que fabrica hamburguesas y las distribuye por todos los Estados Unidos.
Anderson es el responsable de marketing de la compañía, el creador de la exitosa Big One, enviado a Colorado a comprobar que todo está en orden, toda vez que unos análisis de unos universitarios que lograron hacerse con la carne congelada, demostraran que había heces en la carne con la que se hace las hamburguesas. La película diré de entrada que resulta medianamente entretenida, pero si lo que se pretende hacer es una crítica, esta ha de llevarse a cabo con rotundidad, sin menoscabos, con fiereza y arriesgando. De no hacerse así el resultado es nefasto, como sucede en Fast Food Nation.
Anderson visitará la fábrica, probará las hamburguesas, hablará con un ranchero y con el principal proveedor de carne y se hará una composición de lugar. Si en un primer momento vacila, finalmente pasa por el aro y a pesar de las cosas que oye decide hacer la vista gorda y no complicarse la existencia. Transcurrida la primera hora Anderson se vuelve a su casita y no le volvemos a ver el pelo hasta los títulos de crédito finales.
Se aborda también la problemática de la inmigración ilegal que llevan a cabo los mexicanos, los cuales tras cruzar la frontera a pie, por áridos paisajes, achicharrados por el sol (mucho más contundente es la travesía llevado a cabo por los protagonistas de Babel o de Los tres entierros de Melquíades Estrada) son trasladados en una furgoneta hasta Colorado. Algunos de ellos lograrán trabajo en la Compañía cárnica ya sea limpiando la sangre y desperdicios de las vísceras, en la cinta de despiece o eviscerando las reses. Raúl y su esposa Silvia y la hermana de ésta, Coco, son el trío sobre el que vascula la tragedia de la inmigración. Ellas se someten sexualmente a uno de los responsables de planta, a fin de conseguir un mejor trabajo o para obtenerlo. Coco lo hace de modo voluntario, descocándose, diventando asidua de las drogas. Silvia lo hace para conseguir un empleo, harta de hacer camas, aunque ello implique hacer la posición del perrito. Rául sufre un accidente y la compañía se busca la vida para no indemnizarlo acusándolo de tomar drogas. Lo esquemático de la propuesta lo hace poco convincente.
El problema de esta historia es que todo se aborda de manera excesivamente superficial y difícilmente tocará la fibra del espectador, por su acumulación de tópicos (¿todos los mexicanos ven telenovelas?) y previsibilidad, que alcanzan su cenit cuando un grupo de jóvenes rebeldes, que quieren cambiar el mundo, llevando a cabo actos anti sistema, vulnerando la «pratiot act», deciden ir al campo donde están estabuladas 200.000 reses con idea de liberarlas y crear el caos, mientras una de las jóvenes grita a las reses a los cuatro vientos «sois libres, huir, no os dais cuenta que os van a matar». Si fuera una película de Disney pase, pero una producción de adultos que pretender agitar conciencias a duras penas logrará algo más de nosotros que un bostezo, con escenas similares y argumentos tan pueriles, vacuos y manidos, a pesar de sus intenciones que no dudo son las mejores.
La aparición de actores secundarios populares como Ethan Hawke, Bruce Willis, Patricia Arquette y cantantes como Avril Lavigne (El caso Wells) contribuirán a dar cierta pompa a esta historia que se desvanece a las primeras de cambio, sin lograr extender ningún lazo afectivo con el espectador, que se le trae al pairo, al menos en mi caso, cuanto acontece. En su favor diremos que dosifica bien el ritmo, que desarrolla con agilidad las diferentes historias que se cuentan. En cuanto a los actores decir que Catalina Sandino Moreno está tan mal como lo estaba en El corazón de la tierra, con una expresividad similar a la de mi pato de goma, Greg Kinnear parece estar de guasa sin saber a qué carta jugar, tanto como Arquette o Hawke, los cuales aprovechan sus minutos en la pantalla para exagerar sus actuaciones y no aportar absolutamente nada a la historia.
En resumen, Fast Food Nation es una película que se vende como crítica y que no acaba siendo tal, que se ve sin apenas esfuerzo, físico ni mental, y cuyos efectos en nuestro cerebro son parejos a los que puede depararnos una de estas hamburguesas en nuestro estómago; imperceptibles, y es que como dice Harry no pasa nada por comer un poco de mierda a diario, para eso tenemos la «princess» o la «Jato», o cualquier plancha medio decente que achicharre toda esa mierda y la deje seca como una boñiga al sol.
Qué dejamos entonces para las contaminaciones acústicas, para los lavados de cerebro televisivos, para toda las grasas que aderezan la bollería industrial, para la comida precocinada, los insecticidas masivos en frutas y verduras, la polución en el aire, los ríos y pozos contaminados o las mentiras de los políticos sobre las cuales nadie se toma la molestia de analizar su concentración de veneno o niveles de toxicidad.
Recuerdo que un día en clase de ética hablamos sobre el pollo. Hace no mucho tiempo, dijo el profesor, unas pocas décadas, el pollo era un artículo de lujo, al alcance de muy pocos. Hoy (hace ya unos quince años de esto), el pollo está presente en todas las tiendas y su precio es bajo. Es indudable que el pollo de hace unos años se criaba mejor, con más espacio y tiempo y tenía más sabor que el de ahora, pero ahora todos pueden comer pollo barato y esto supone un avance. Ese es el precio que tenemos que pagar. La masificación y la globalización permiten aumentar la cantidad de producto y la oferta global de los mismos, al tiempo que se resiente la calidad. La cuestión es donde alcanzar el equilibrio, dónde poner el listón, hasta donde estamos nosotros como consumidores dispuestos a tragar.
De todos modos, hoy muchos serían incapaces de comer un pollo de granja criado a la antigua usanza por su fortísimo sabor y su color amarillo intenso (se venden en algunas carnicerías). Nuestros paladares prefieren sabores más suaves y matizados. Ya tenemos jóvenes españolitos que en la cuna del Jamón Ibérico riegan sus bocatas de ibérico con ketchup o las chuletillas de cordero al sarmiento (típicas de La Rioja) con salsa rosa. Los hábitos, conductas y criterios cambian. Las compañías son sólo responsables en parte. El paladar hay que educarlo en casa y el número de analfabetos gastronómicos crece en todo el planeta día a día exponencialmente. No es lo mismo un pan artesano que una masa congelada y horneada que venden en las tiendas de chucherías, pero muchos no ven la diferencia y solo les interesa que esté caliente y huela a algo.