La capacidad que tiene el cine para removernos es manifiesta al ver esta película de Federico Fellini rodada en 1954.
En la depauperada Italia de la posguerra, una joven, Gelsomina es vendida por su madre a un artista circense, el forzudo Zampanó, capaz de romper una cadena en su pecho con la fuerza de sus pectorales y sus pulmones. Ella es inocente, ingenua, cándida, sensible y pazguata, en apariencia. Él es un truhán, violento, alcohólico, mujeriego, tosco, insensible y correoso. La relación entre estos dos giróvagos parece imposible, pero algo hay en Gelsomina que la obliga a seguir a su lado, a pesar de que se le presentan distintas ocasiones (un circo, un convento) en las que podría dejar a Zampanó y seguir su propio camino. No, Gelsamina no quiere volver a casa, quiere seguir con Zampanó y le basta con muy poca cosa, algo tan simple como que Zampanó muestre hacia ella la menor señal de afecto o de cariño. ¿Es posible la redención?.
La imagen final con Zampanó en la orilla del mar, mirando el cielo y desgarrándose por dentro, llorando en el mar muerto de ser, náufrago de sí mismo es uno de esos finales que sé que jamás olvidaré mientras mantenga la memoria. Hoy hay muchas películas que falsean la verdad, que se construyen sobre el postureo, con personajes de cartón piedra. Aquí, tanto a Gelsamina como a Zampanó te los crees hasta las trancas y te crees la violencia de Zampanó, sus ataques de ira, la furia ciega que le embarga al embriagarse, tanto como la candidez de ese animal herido que es Gelsamina, y su mirada limpia, la de aquella que no entiende el mundo que la cerca y golpea, mofándose siempre de ella, arrojándola a esa realidad enajenada que es la locura.
Inmensa película, inmenso Fellini y grandísimo Anthony Quinn y Giuletta Masina.