No me atreveré a decir que hablamos de un clásico instantáneo pero sí que esta es una de las mejores películas que he visto en lo que llevamos de siglo.
La película es larga, dura algo más de dos horas y media y tiene sentido que así sea, pues esto permite ir dando forma a los dos personajes principales, un padre y una hija, que buscan una forma de entendimiento a través de un lenguaje que se mueve a sus anchas en el humor y en el drama.
El punto de partida es lo que un padre separado experimenta cuando su hija, convertida en una consultora de éxito, se va alejando de él. El padre siente que la está perdiendo, cuando se reúne con su exmujer y refiriéndose a su hija afirma “algo hemos hecho mal”. Es curioso oír decir esto, porque la hija ha estudiado, se ha formado y ha conseguido un trabajo muy bien pagado que la obliga a viajar por el mundo, si bien le resulta tan absorbente que le deja las otras parcelas de su vida tan magras que parecen inexistentes. Ese es el escozor del padre, en parte porque el éxito de su hija no le parece tal (pues no comulga con el discurso neoliberal ni con el trabajo de su hija, intermediaria o facilitadora en despidos masivos. Ya saben, las cosas de la deslocalización), y desde una posición más conservadora quizás el padre no solo piense en su hija, sino también en él mismo, y le gustaría tener un yerno y unos nietos, algo que perpetuase la especie y no una hija que por su ritmo de vida no parece muy posible que le pueda dar descendencia.
En parte sí puede ser esta una película feminista, en cuanto que ella toma sus decisiones y si se equivoca o acierta no le irá con el cuento a nadie, por tanto sí que ella es dueña de su vida -aunque sea un desastre, que ese es otro cantar- y digo en parte, porque como alta ejecutiva y en esas esferas laborales la mujer no feminiza el ambiente sino que se varoniza y debe pasar por alto los comentarios machistas que le toque en suerte escuchar. Como le dice a su jeje “si fuera feminista no trabajaría aquí”. Al padre, aficionado a las bromas, se le ocurre la peregrina idea de ir a visitar a su hija a Bucarest donde ella trabaja y lo hace sin avisar y casi de incógnito, pues es dado a disfrazarse, a usar pelucas o dientes postizos. Este juego de máscaras dará fruto, pues le permitirá al padre ser otro, adoptar otro rol y llegar hasta su hija de otra manera. La escena casi final en el parque con el padre disfrazado de algo parecido a un basajaun me ha parecido desarmante. Un poco antes también hay otra escena clave, aquella en la que padre e hija casi de matute acceden a un domicilio rumano y acaban él al piano y ella cantando The Greatest Love of All, canción que actúa como catarsis y como autoafirmación. La pregunta que cabe hacerse es ¿qué significan el amor propio y la dignidad para el padre y la hija?.
En la película no hay largas parrafadas e incluso las grandes cuestiones que tratan de dirimir padre e hija, como qué es la felicidad, no pueden resolverse de una sola vez, pues no hay aquí discursos prefabricados, sino más bien titubeos, palabras correosas, arrepentimientos súbitos, afectos soterrados, sentimientos encontrados, abrazos que mueren a la mitad, finales abiertos…y todo esto es lo que la directora Maren Ade tan jodidamente bien registra, gracias a un guión complejo que admite múltiples lecturas, contando con dos actores Peter Simonischek y Sandra Hüller que hacen el papel de su vidas y remueven las nuestras, porque esto no es solo cine.