1946. Roma. Delia vive con su marido, tres hijos y el padre del marido en un angosto piso a ras de suelo, en el barrio de Testaccio. Sus labores comienzan al punto de la mañana y no tienen final. La crianza de los hijos es tarea suya, el cuidado del suegro también. La comida, la plancha y todas las demás tareas domésticas son para ella. El marido trabaja, descansa y se va de farra. Ella recibe los insultos del marido, Ivano, sus invectivas y también sus golpes. Delia resiste. Sale a poner inyecciones, trabaja en casa con la máquina de coser y en una tienda de paraguas, así contribuye a la economía familiar, y acaba deslomada, pero esto no lo ve nadie, y el que menos Ivano, que siempre la insulta y ningunea, y le insta a mantenerse callada. Ivano sigue las directrices de su padre, para el que una buena zurra es mano de santo para poner a la mujer en su sitio, porque si se le golpea a diario, como hace su hijo, se diluyen los efectos de la paliza. Además, lo que molesta al suegro, no es la paliza en sí, sino que Delia llore como consecuencia de la misma y estos lloros le molestan.
Delia ve cómo su hija se enamora y se promete con el hijo de un heladero. La paz no permite olvidar de un plumazo y todos saben quienes fueron los delatores durante la guerra, quienes entregaron a sus paisanos a los nazis; la familia de los heladeros fue una de las delatoras.
Delia tiene un pretendiente que le propone huir con él, como hace también una amiga de Delia, y esta se lo plantea, pero no parece que sea una posibilidad real, a pesar de que su hija la anima a dejar a su padre, a no dejarse someter y humillar a diario, si bien su prometido parce seguir los pasos del padre de su amada: atarla en corto, impedir que se maquille (o si lo hace sea solo para él), dejar de trabajar ella después de la boda, ser suya, solo suya, en total sumisión
El momento histórico coincide con la posibilidad que se ofrece a las mujeres de ir a votar en las elecciones, después de dos décadas bajo el yugo fascista. El acto de votar es el momento de sublevarse, como vemos en la escena final, de plantar cara a los maridos despóticos y tomar las riendas de sus vidas.
Paola Cortellesi es la directora de la película, rodada en blanco y negro. Ofrece una vívida historia, bien provista de detalles y matices que permiten mostrar cómo era la terrible situación de la mayoría de las mujeres en Italia en 1946, al poco de acabar la Segunda Guerra Mundial. Aporta Cortellesi soluciones creativas, como las escenas de los maltratos, presentados como una coreografía, mientras las canciones que suenan como contrapunto, desmienten lo que en ellas oímos.
Si el cuadro es terrible (una vida mísera), y la cara de Delia es (salvo contadas ocasiones) un poema aciago de sufrimiento, tristeza, y pesadumbre, no hay resentimiento en ella, ni amargura, e incluso brilla en ella la determinación de querer hacer las cosas de otra manera y vencer tantos obstáculos como se le presentan.