El árbol de la sangre (Julio Médem)

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Título original: El árbol de la sangre
Año: 2018
Duración: 130 min.
País: España
Dirección: Julio Médem
Guion: Julio Médem
Música: Lucas Vidal
Fotografía: Kiko de la Rica
Reparto: Úrsula Corberó, Álvaro Cervantes, Najwa Nimri, Patricia López Arnaiz, Daniel Grao, Joaquín Furriel, Maria Molins, Emilio Gutiérrez Caba, Luisa Gavasa, Josep Maria Pou, Ángela Molina, Lucía Delgado, Susana Garrote, Mariano Venancio, Luka Peros, Sergio Castellanos

Para algunos de nosotros películas como Vacas, La ardilla roja, Tierra, Los amantes del círculo polar, Lucía y el sexo forman parte de nuestra biografía fílmica. Películas que uno vio y recuerda hace ya décadas con agrado. Saber que el palindrómico Médem estrena nueva película siempre genera expectativas entre sus seguidores, entre los que me incluyo. Lo que uno recibe es más o menos lo que espera: Médem en estado puro. Es comprensible que a pesar de que entre los protagonistas se encuentran actrices como Úrsula Corberó con millones de seguidores en las redes sociales, no consiga enganchar a los espectadores y llevarlos a los cines, porque lo que Médem ofrece dista mucho de ser un producto manufacturado al uso, lo cual puede despistar y enfurecer al que le gusta que se lo den todo hecho, o deshecho tipo compotita de frutas para bebés.

Tanto es su afán por distanciarse y tanta su imaginación que la trama de este árbol de sangre se irá enredando y ramificando a más no poder, con personajes muy extravagantes (muy bien Nawja Nimri y Grao), en una suerte de cajón de sastre, donde cabe de todo: cantantes que dejan de cantar al ser madres y trastornarse al oír voces, gigolós que llevan al séptimo cielo -por ejemplo- a escritoras de éxito donde la película se precipite hacia el folletín (o mejor, hacia el folletón), ángeles caídos del cielo (que nunca lo son), la mafia rusa y el crimen organizado, el comercio de órganos y una pareja protagonista que hace aflorar las verdades familiares con imprevisibles consecuencias, porque la verdad siempre duele, aunque luego sirva para cauterizar las heridas.

Parte de la historia se ambienta en un caserío vasco (gran labor de Kiko de la Rica en la fotografía), entre montañas, vacas y toros (el mestizaje norte sur), que nos trae ecos de otras películas de Médem que sigue abundando en lo metafórico, en lo simbólico, con escenas como esa en la que alguien toca un piano sobre las palmas de otra persona, esas cosas que tanto le gustan a Medem que hilan lo real y lo irreal, creando una sustancia que vertebra esta película y toda su filmografía.

A medida que el ovillo se va cardando y vamos viendo los distintos hilos de la historia, a pesar de que todo aquello parezca a veces cogido con pinzas y más retorcido que un fórceps, logramos ver tras el alumbramiento (toda película lo es) el bosque detrás de los árboles, de los de sangre también.

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