Año : 1995
Dirección: Mathieu Kassovitz
Intérpretes: Hubert Koundé, Saïd Taghmaoui, Abdel Ahmed Ghili, Solo Dicko, Marc Duret, Heloise Rauth, Vincent Cassel.
Guión: Mathieu Kassovitz
Música: Assassin
Fotografía: Pierre Aïm
Duración: 96 min.
La magia del cine y la profesión de actor, permite que el pipiolo Vincent Cassel protagonista de esta cinta, años después compartiera catre y vida en pareja con la a mi entender, la mujer más bella del mundo, que atiende al nombre de Monica Bellucci, con la que se revolcaría en Irreversible y rodaría la horrenda Agentes Secretos.
El odio está rodado en blanco y negro, lo cual barniza con acierto el odio latente en los corazones de los ciudadanos de las barriadas y también los de los barrios pudientes, sólo que como el roce hace el cariño, el distanciamiento no aviva el odio.
Tenemos frescas las imágenes de hace pocos años de cientos de coches incendiados en ciudades francesas, donde los jóvenes remarcaban su desesperanza, prendiendo fuego a automóviles y a cualquier atisbo de esperanza en el futuro, marcado por el desempleo, la precariedad laboral y el rechazo. El odio data del año 1995, en donde también se vivió un momento similar, de calentamiento humano, donde la violencia se enseñoreó adoptando múltiples variantes. El odio es una olla a presión donde el guiso huele a podrido.
Para contar lo ocurrido, la historia se manifesta por boca de sus tres protagonistas, con personalidades opuestas, que se contrapesan. El mensaje se nos transmite ya en su inicio con la anécdota de aquel que tira de un rascacielos y le preguntan qué cómo lo lleva y él responde, de momento todo va bien. Cuando está a punto de reventarse contra el asfalto, replica, todo va bien. Al final, se mete el hostión y muere. Ya no va todo tan bien, simplemente ya no va. A los personajes de la película les pasa algo similar. Todo les va bien, o eso creen, hasta que su cuerpo se llena de plomo, les regalan un abrigo de madera, o van a la cárcel unos años, acusados por tráfico de drogas o de homicidio.
De este trío Vinz (Cassel) es el más cazurro de los tres. Se cree algo por llevar una pipa. Se mira en el espejo y cree ser Travis Brickle, pero sin taxi. Admira a los que han ido a la cárcel, y la solución a su indeseada situación pasa por llevarse a algún madero por delante, más aún cuando tras una algarada con la policía uno de sus amigos es llevado al hospital donde muere poco después. Su belicosa voz interior clama venganza y en su espíritu envenenado por el odio, la venganza se extiende como un cáncer que le nubla el entedimiento y llena su boca de acero y exabruptos.
A Hubert le gusta boxear y reniega de la violencia, ama el deporte y quienes van a la trena no le parecen héroes ni nada parecido, sino gente que ha escogido el camino equivocado. Sabe que nada entre la mierda y la única solución pasa por irse a vivir a otra parte, dejar el barrio y abrir nuevos horizontes, lastrados sus sueños por el fatal destino que les ha tocado vivir.
En medio está Said éste con una aptitud intermedia, también violento pero menos que Vinz.
El trío se desplaza a París, donde Said va a cobrar una deuda y a Vinz se le mete entre ceja y ceja la alocada idea de emplear el arma contra un policía. Se comproborá que como dice el refrán «cane que abbaia non morde» y a Vinz se le va la fuerza por la boca, siendo incapaz de despachar a un cabeza rapada, que anteriormente había intentando sin éxito apalear y quien sabe si incluso matar a sus dos amigos.
La violencia genera violencia es un hecho. Hemos visto como a machetazo limpio un millón de personas perdieron la vida en el continente africano. El odio se alimenta, se aposenta y afianza y al final se manifiesta. La película no va de buenos y malos, ni hace concesiones a la violencia gratuita ni derrocha alegría. Plasma con acierto los distintos caminos que los habitantes de estas barridas pueden recorrer. Unos en cuesta, los menos transitados, donde cada paso vale su peso en oro, pero donde es fácil flaquear. Otros caminos son en rampa, es fácil coger velocidad, sentir el vértigo en los pelos enhiestos. Esos caminos son rascacielos y al final todos sabemos lo que hay, pero la inercia es la inercia, el odio es una larva, impresa en nuestro ADN.