La Chimera (Alice Rohrwacher)

Poco tiene que ver La Chimera de Alice Rohrwacher, por ejemplo, con La grande belleza de Sorrentino. No se nos muestra aquí una Italia suntuosa, bella, apetecible, festiva, lujosa, excesiva, capaz de embelesar, sino todo lo contrario, buscando Alice en la Italia pedestre y desvencijada, el reverso menos amable del arte, lo que hay antes de que las piezas lleguen al museo o sean exhibidas por gente acaudalada en sus mansiones.

En este caso seguimos las andanzas, por la Toscana, de una cuadrilla de profanadores de tumbas, con Arthur a la cabeza, el cual recién salido de la cárcel regresa a Italia, son los años 80, para ponerse al frente del grupo y exprimir al máximo su don; como un zahorí capaz de encontrar metales o agua, aquí Arthur intuye dónde hay tumbas. La puesta en escena es austera, a ratos pareja al documental, cuyos personajes están en el umbral de la indigencia o la miseria, habitando el vestíbulo de un sueño que puede verse propiciado si el buen olfato de Arthur les brindara aquella tumba que les cubriera de dinero. Y veremos que estarán a un tris de conseguirlo.

Toda la película recae en los hombros y el compungido rostro de Arthur, espléndido Josh O’Connor, convertido en un mapa oferente de múltiples sorpresas, porque su extrañeza será también la del espectador, pues el guion de Alice Rohrwacher, Carmela Covinino y Marco Pettenello, no pone las cartas sobre la mesa desde el comienzo, mientras se hace fuerte la extrañeza, el asombro, el desamparo, algunos brotes verdes amorosos, y una profecía final llamada a cumplirse: el encuentro con la quimera, con un sueño mudable en pesadilla, que me ha dejado con el mismo mal cuerpo que cuando finalicé Le conseguenze dell’amore.

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