Dirección: Javier Rebollo.
Países: España y Francia. Año: 2009.
Duración: 95 min.
Género: Tragicomedia.
Interpretación: Carmen Machi (Rosa), Jan Budar (Radek), Pep Ricart (marido de Rosa), Nadia de Santiago (Clienta joven), Esperanza de la Vega (clienta boda), Cruz López-Cortón (empleada de correos), Victoria Sáez (camarera), Isabelle Stoffel (prostituta), Tomás del Estal (taxista), Myrian Marine (recepcionista).
Guión: Javier Rebollo y Lola Mayo. Producción ejecutiva: Stefan Schmitz, María Zamora y Damián París. Fotografía: Santiago Racaj.
Montaje: Ángel Hernández Zoido.
Dirección artística: Miguel Ángel Rebollo. Vestuario: Lena Mossum.
Rebollo junto a otros directores españoles como Marc Recha, Rafa Cortés, Jaume Rosales, se salen de los caminos trillados explotados por el cine comercial para ofrecer otra clase de historias. En ellas por lo general prima el ritmo pausado, los silencios, es otro cine, otra forma de mirar, que rehuye la verborrea, el continuo movimiento, como si quisieran ralentizar el tiempo, congelarlo para así poder tomar una muestra y actuar con la cámara como si de un microscopio se tratara.
En la mujer del piano, la protagonista es Rosa, una mujer de unos cincuenta años, que vive en su domicilio junto a su marido taxista, que en su hogar tiene un negocio de depilación por láser. Una noche mientras su marido ya está acostado, Rosa coge la maleta y se va. Ni la propia Rosa parece saber muy bien qué es lo que pretende, qué fundamenta esa huida, pero el caso es que se va a una estación de autobuses, donde comienza a hablar con un hombre polaco para luego juntos ir enhebrando las horas que la noche adormece, por las calles de un Madrid nocturno, en vela, de bares y cafeterías abiertas casi hasta el amanecer donde Rosa y su amigo irán contándose sus vidas, a cuentagotas, de tasca en tasca, entre una ensaladilla rusa, unas porras y unos callos.
Sin adoptar un tono documental, la película bien podría ser un reflejo de la sociedad actual, donde Rosa amalgama esa necesidad común de salir de la rutina, de dinamitar el tedio, de liarse la manta a la cabeza y explorar nuevos territorios, de ir borrando los lazos que unen, de demoler esa figura de carne que las circunstancias y el tiempo hacen de nosotros, para con los restos hacer algo no ya mejor, sino al menos diferente.
Es Rosa una mujer aquejada de apatía, poco habladora, crucificada por un pitido en su oído que la martiriza todo el tiempo, que parece haber sido vaciada de cualquier sentimiento, dispuesta a recorrer un camino que le ofrezca alguna novedad. Al final, siendo fiel a la realidad, las más de las veces no queda más remedio que volver por donde hemos nos ido, en este planeta redondo, ese bucle donde todo vuelve al origen, al monótono silencio, al chisporroteo ruidoso del televisor, a las mentiras de cada día (como las armas de destrucción masiva), a las que uno se entrega con tanto ahínco que acaba creyéndolas y luchando por ellas.
En la piel de Rosa, Carmen Machi, quien tras verla en Aída, uno no la imagina dando vida a Rosa, quien se encuentra en el polo opuesto por lo que esta tiene de retraída y callada, de sobria y templada. Es ahí donde se mide la talla de una actriz, y la sombra de la Machi es alargada, muy alargada.
Una película despojada de todo artificio cuyo visionado cala, poco a poco en el ánimo del espectador, que debe tener paciencia, rehuir la ansiedad, abrir bien los ojos y contemplar un penacho de realidad, a quien estoy convencido a muchos no gustará, pero las verdades, como el vinagre en la herida, escuecen.